El valor del emigrante
El emigrante, al igual que el caracol, lleva su casa a cuestas. Un mecanismo de supervivencia se activa para no dejar ser lo que uno es: las costumbres, los hábitos, los ideales o el idioma, adquieren importancia.
El emigrante rescata lo esencial y lo
conserva, a pesar del medio que generalmente lo obliga a transmutarse y
despersonalizarse.
Pero es irremediable, hay que mantener la identidad a
lo que de a lugar, para que al sentirse “distinto” (no necesariamente
discriminado) no perdamos la autodeterminación La identidad se mantiene
básicamente creando formas de estar y habitar el nuevo mundo manteniendo
el estilo original del sí mismo, que no siempre es fácil.
El emigrante, por un impulso gregario natural, tiende a agruparse con
los suyos, que no siempre significa autoexclusión. Crea cofradías,
barrios, calles, clubes, mutuales, mini ciudades, organizaciones o
cualquier otro hacer grupal que lo mantenga atado a su comunidad.
Nuevas
preguntas sobre el sentido de la existencia comienzan a aparecer:
¿Quien soy en realidad?, ¿Qué quiero de la vida? ¿Qué me define? ¿Cuáles
son mis puntos de referencia cognitivos y emocionales? El emigrante es
un filósofo de la colonización, un transeúnte existencial que no quiere
perderse en la muchedumbre de una globalización que lo absorbe y diluye.
Los emigrantes deben enfrentarse a una doble resistencia al cambio:
la propia y la ajena. Propia, porque no le gustarán muchas cosas que
deberán acatar para ser aceptados y ajena, porque quienes juegan de
locales deberán abrir sus mentes al recibirlo.
Para el visitante, lo
nuevo resulta casi siempre desconcertante. Tendrán que traducir
infinidad de códigos sociales y procesar muchas reglas implícitas sobre
lo que está bien y lo que está mal visto, sobre lo que se puede y no se
puede hacer. Un emigrante es un viajero moral, un poblador de éticas
inéditas que lo envuelven y cuestionan profundamente.
La palabra “extrañeza” creo que describe bastante bien el impacto
psicológico del recién llegado. Mi madre alguna vez me contó que cuando
desembarcó en Buenos Aires a principios de 1952, de inmediato extrañó el
olor a Nápoles. Fue lo que primero le impactó. Dice que yo, siendo un
bebé de pocos meses, hice una mueca de desagrado. Así lo percibió ella.
El puerto napolitano no olía igual al del Río de la Plata. La nostalgia
se manifiesta inicialmente por lo más básico: las vías olfativas y
gustativas. Y luego la mirada del otro: biología y attachment afectivo.
Si recibes sonrisas, buen humor y aceptación de tu raza y tradición, la
nostalgia será más soportable. El emigrante es un catador de memorias.
La Argentina siempre fue un país de puertas abiertas. Mis padres, mis
tíos y toda la parentela, aunque seguían añorando a Italia, aprendieron
a querer “la América” ya que siempre fueron tratados con respeto. Nunca
los hicieron sentir extranjeros, así hablaran una media lengua rara de
dialecto y lunfardo. Aún hoy después de medio siglo, Argentina (similar a
algunos países de Latinoamérica) te reciben sin visa ni sospechas.
A
los italianos se les decía cariñosamente “tanos”, tal como me dicen hoy
mis amigos del sur; a los españoles, “gallegos”.Cada quien tenía un
apodo, un sobrenombre amable, jamás displicente.
Pero aún allí, en la
holgura de las pampas y la admiración callada de los que nos veían
descender de los barcos, los emigrantes seguían aferrados a sus
baluartes esenciales y a sus gustos. Hasta el día de su muerte, mi padre
insistía en que la sandía italiana era más roja, el melón más jugoso y
el puchero argentino comida para chanchos. Mi madre no dejó de decir
hasta el final, que el cielo de Nápoles era más azul.
Un país que exija a los extranjeros perder sus costumbres como
condición para recibirlos está condenado al asilamiento cultural y al
odio. Yo se que la casa se reserva el derecho de admisión, pero es que
aquí la casa es el planeta y el que llega no entra a un restaurante a
disfrutar de un banquete, casi siempre lo hacen movido por condiciones
extremas.
Existe una ciudadanía inamovible que va más allá de los
papeles membreteados o el documento nacional de identidad que a nadie se
le puede arrebatar, y es la historia a la cual uno pertenece, el tono
afectivo de los valores y necesidades con los que ha sido educado. Ese
es el hogar que llevamos dentro, que no tiene porque ser frontera.
Fuente:walter.riso.oficial.
Comentarios
Publicar un comentario