El origen de los años bisiestos
Julio César, como buen romano, era un hombre práctico. Estratega sutil
que no dudaba en recurrir al engaño (la simulación de movimientos
siempre ha sido una de las claves de la táctica militar), cuando era el
hombre fuerte de Roma afrontó la necesaria reforma del calendario romano
que, en su tiempo (siglo I a.C), era poco menos que un desastre.
La rotación aparente del Sol dura 365,242 días. Es decir, que la
Tierra tarda ese tiempo en volver a ocupar una misma posición a lo largo
de su órbita. Los romanos primitivos eran gente un tanto ruda y
recurrían a un año civil de 304 días, o sea, 10 meses.
Pero pronto entrevieron la importancia de dotarse de un calendario
acorde con el año solar (para las cosechas, por ejemplo), de manera que
añadieron dos meses más, enero (el mes undécimo) y febrero (el
duodécimo), a continuación del mes décimo (diciembre, claro).
En tiempos de César, sin embargo, el calendario romano seguía siendo
un desorden. Los meses duraban según, lo que implicaba que las
estaciones empezasen cada año en días distintos. Para las fiestas
agrícolas y públicas tamaño despropósito era ciertamente molesto.
Así que, tras haber consultado a astrónomos egipcios (Sosígenes de
Alejandría), en el 46 antes de nuestra era, el indómito Julio,
recurriendo al método del decreto (que tanta ‘gloria’ conocería en
algunas de nuestras democracias), creaba de golpe y porrazo el nuevo
calendario.
Entre otras cosas, se establecía que el año comenzase en enero, y no
en marzo (como se venía haciendo) y, que es lo que ahora nos preocupa,
se inventaban los años bisiestos: cada cuatro años habría que ubicar un
día doble o repetido (de 48 horas). Como febrero era ya el mes más
corto, ¿qué mejor que meterlo en él?
Exactamente el nuevo día, el bis, se puso a continuación del 28 de
febrero, aunque sólo una vez cada cuatro años. Esto es, en el sexto día
antes del principio de marzo: bis sextus. Bisiesto. ¿Problema
solucionado? No tanto…
En 1582 el equinoccio de primavera, momento en el cual día y noche
tienen la misma duración, se produjo el 11 de marzo, diez días antes de
lo que correspondería. ¿Qué había sucedido? Pues que la reforma juliana
fijaba, a efectos prácticos, la duración del año en 365 días y 6 horas,
de manera que cada cuatro años se acumularían (6+6+6+6=) 24 horas, un
día. De ahí la razón de los bisiestos.
Pero en realidad la longitud del año solar se comprobó, en el siglo
XVI, en 365 días, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos. O sea, que la
rotación aparente del sol duraba 11 minutos y 14 segundos menos de lo
que venían calculando desde hacía 1600 años. Por lo que cada cuatro años
no se acumulaban las 24 horas, sino unos cuantos minutos menos.
Y así, el desfase sumado a lo largo de los años ya era intolerable en
pleno XVI. Los años bisiestos habían llevado el equinoccio hasta el 11
de marzo, habían retrasado el año solar, por tanto. Como en tiempos de
César se acometió la reforma del calendario: la reforma gregoriana (por
el papa Gregorio XIII), que suprimió el día bisiesto en aquellos años
findesiglo, esto es que terminan en dos ceros, con excepción de los
divisibles por 400. Por eso el 2000 fue año bisiesto y en cambio 1900 no
lo fue.
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